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Sueños de Marta. Capítulo 4: Ecos en el Espejo

"Atrapada en una vida sin pasión, un encuentro casual despierta a Marta. Su viaje de liberación sexual la obliga a confrontar su pasado, descubriendo que ni él ni ella son quienes creía."

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El tiempo tiene una forma cruel de lijar los bordes afilados de los recuerdos, convirtiendo las heridas abiertas en cicatrices suaves que solo duelen cuando se presiona sobre ellas. Habían pasado dos años. Dos años desde la noche en la suite 302, una apoteosis de fuego y venganza que había actuado como un violento rito de paso, demoliendo a la vieja Marta para que una nueva pudiera nacer de sus cenizas. Antonio y Mónica, sus mentores y catalizadores, se habían marchado a otro país por una oportunidad laboral hacía casi un año. Al principio, las videollamadas eran frecuentes, cápsulas de una hora de risas, confidencias y nostalgia. Pero la distancia, ese enemigo silencioso que opera con la constancia del goteo sobre la piedra, había hecho su trabajo. Los mensajes se espaciaron, las llamadas se volvieron esporádicas, y Marta se encontró sola, navegando en solitario las aguas del mundo que le habían descubierto.

Ya no era la novata asustada y fascinada. Ahora conocía los códigos, los locales, el lenguaje no verbal de las miradas que se cruzaban sobre el murmullo de la música lounge. Se movía con una confianza que, en sus noches más honestas, sentía como un disfraz bien ajustado, una armadura pulida que ocultaba una persistente vulnerabilidad. Era una «chica sola» respetada en el ambiente, selectiva y dolorosamente consciente del poder efímero que su belleza y su experiencia le conferían. Sin embargo, en la quietud de las madrugadas, cuando el perfume ajeno se desvanecía de sus sábanas y solo quedaba el olor a limpio de su detergente, una extraña melancolía la asaltaba. La emoción cruda del descubrimiento se había transformado en una rutina. Las caras cambiaban, pero las historias, las dinámicas, los juegos de poder, se repetían con una predecibilidad que la agotaba. La libertad, que una vez fue un sabor explosivo y embriagador, ahora tenía un regusto a soledad.

Aquella noche de viernes, se encontraba acodada en la barra de terciopelo de «Ébano», uno de sus clubes habituales, más por inercia que por deseo. Sostenía una copa de gin-tonic, los cubitos de hielo tintineando suavemente mientras observaba a la gente con la mirada distante de un zoólogo estudiando una especie familiar. Vio a una pareja besándose con una pasión casi performativa, más para el público que para ellos mismos. Vio un trío en un sofá de cuero negociando los términos de su juego en susurros urgentes, con sonrisas tensas. Vio a los hombres solos, algunos con la mirada del cazador paciente, otros con la del niño perdido en un parque de atracciones para adultos. Un suspiro se escapó de sus labios. Quizás se había vuelto cínica. O quizás, simplemente, echaba de menos la complicidad, la sensación de tener a alguien a su lado que entendiera el chiste sin necesidad de explicarlo.

Fue entonces cuando lo vio.

Un escalofrío helado, puro y primario, le recorrió la espalda, erizándole la piel de los brazos. Al otro lado de la sala, iluminado por el resplandor azul de una luz de neón, hablando tranquilamente con otro hombre, estaba Javier. No podía ser. Era como ver a un fantasma materializarse en pleno día. Su corazón, ese músculo traidor e indisciplinado, comenzó a latir con una fuerza desbocada, un tambor de guerra en sus oídos que ahogaba la música. Se quedó paralizada, la copa a medio camino de sus labios, su reflejo temblando en el cristal. Era él, no cabía duda. Estaba más delgado, el rostro más anguloso, con el pelo algo más corto y unas incipientes líneas de expresión alrededor de los ojos que no recordaba. Pero era inconfundiblemente él.

Su primer impulso fue el de la presa que detecta al depredador: huir. Darse la vuelta, dejar la copa, salir de allí, desaparecer en la noche antes de que él la viera. Pero una fuerza más poderosa, una amalgama de shock y una curiosidad negra y densa como el petróleo, la mantuvo anclada al suelo.

Y entonces, como si sintiera el peso de su mirada, él se giró. Sus ojos se encontraron a través de la sala abarrotada y, por un instante, el mundo se detuvo. Todo el ruido, la música, las conversaciones, se desvanecieron. Marta se preparó para el impacto, contuvo la respiración esperando la detonación. Esperaba ver rabia, odio, desprecio. Pero no encontró nada de eso en su mirada. Solo sorpresa. Pura, desnuda y abrumadora sorpresa. Él parpadeó, como para asegurarse de que no era una alucinación. Se disculpó con el hombre con el que hablaba y comenzó a caminar hacia ella.

Cada paso que daba resonaba en el pecho de Marta. El suelo del local parecía haberse vuelto inestable. Se preparó para la confrontación, para la escena, para los gritos y reproches que llevaban dos años guardados en un cajón bajo llave.

Pero la colisión nunca llegó. Se detuvo a un par de metros de la barra, manteniendo una distancia respetuosa, con una calma que la desarmó por completo.

—Hola, Marta. Qué de tiempo. ¿Cómo te va la vida?

Su voz. Era la misma, pero el tono era diferente. Carecía de ese filo arrogante y posesivo que ella recordaba. Era más grave, más tranquila. Marta tardó un segundo en encontrar la suya, que salió ronca y extraña.

—Pues… aquí estoy. La vida da muchas vueltas, supongo. Lo que de verdad me sorprende es verte a ti, y que me saludes tan tranquilamente. Pensé que después de… bueno, después de aquello, no querrías volver a verme en tu vida. ¿A ti cómo te ha ido?

Una sombra de dolor cruzó su rostro, tan fugaz que Marta se preguntó si la había imaginado.

—Bueno, para mí no fue fácil esa noche, pero supongo que lo merecía. —Su honestidad fue tan directa que la dejó sin defensas—. Me aparté por completo de este mundo, pero hoy un amigo me ha pedido que lo acompañe.

La confesión la golpeó con la fuerza de una bofetada. ¿Que lo merecía? El guion que ella había ensayado en su mente durante dos años se hizo añicos.

—Vaya… No me esperaba oírte decir eso, la verdad. Creía que me odiarías para siempre. —Sintió la necesidad de sincerarse, de bajar la guardia, aunque fuera un poco—. Si te soy sincera, he pensado mucho en esa noche. A veces me pregunto si no fui… demasiado cruel.

—Te odié unos meses… —admitió él, mirando su copa como si contuviera todas las respuestas del universo—. Pero luego me di cuenta de que no tenía motivos. Fui yo quien lo estropeó todo. Una semana después de aquella noche fui a hablar con Mónica y Antonio, necesitaba explicaciones y me las dieron. No me había dado cuenta de lo tonto que había sido.

Marta sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Tuvo que agarrarse a la barra para no perder el equilibrio.

—¿Hablaste con ellos? ¿Con Mónica y Antonio? —su voz era un susurro incrédulo—. Nunca me dijeron nada.

—Les hice prometer que no lo harían. Sí, necesitaba respuestas y entendí el daño que te hice. Mónica me explicó cómo nunca te cuidé, cómo no te hacía caso, cómo mis celos eran solo un reflejo de mis propias inseguridades y mentiras. Me hizo abrir los ojos.

La imagen de Javier, su Javier, el hombre egoísta y posesivo, sentado frente a la calma depredadora de Mónica, escuchando las verdades que él nunca había querido ver, era tan surrealista que le provocó un vértigo. Un sentimiento extraño, una mezcla de alivio y una punzada de algo parecido a la culpa, se instaló en su pecho.

—Ni tú ni nadie me pertenece —la interrumpió él, mirándola por fin a los ojos, y en ellos vio una serenidad que nunca antes había conocido—. Esa es la lección más dura que he tenido que aprender. Me ha hecho ver la vida de otra manera, dejar de ser tan egoísta.

Aquellas palabras, una verdad que a ella le había costado años de terapia y experimentación asimilar, dichas por él, eran la prueba definitiva de que el hombre que tenía delante ya no era el que ella había destruido. Era otra persona, reconstruida a partir de las ruinas.

La conversación fluyó entonces con una facilidad desconcertante. Se sentía como hablar con un extraño que, sin embargo, conocía todos sus secretos. Él, con una honestidad brutal, le confesó que había vuelto al ambiente, pero de una forma distinta. A veces con parejas, a veces solo, pero siempre desde el respeto y la comunicación. Ya no había egoísmo, solo un deseo de explorar y conectar. Marta lo escuchaba, fascinada y horrorizada a partes iguales. El Javier que le montaba una escena si un camarero le sonreía ahora se ofrecía a parejas para cumplir sus fantasías.

—Es como si me hubieras dicho que ahora eres astronauta —bromeó ella, sintiendo cómo la tensión abandonaba su cuerpo por primera vez en dos años.

Javier sonrió. Una sonrisa genuina, sin malicia.

—Para mí también es extraño. Es como si estuviera conociendo a otra Marta, diferente a la que conocí.

—Quizás lo soy —admitió ella, jugando con su copa—. Y bueno… ya que estamos siendo tan brutalmente sinceros… ¿qué te parece la Marta de ahora?

Javier abrió la boca para responder, pero titubeó. Una vulnerabilidad inesperada asomó a sus ojos, un atisbo del hombre que había sido, luchando con el que era ahora.

—Tengo que ir un momento al servicio. ¿Me esperas?

Marta asintió, viéndolo alejarse hacia el fondo del local. Se quedó sola, el corazón latiéndole con fuerza, intentando procesar la avalancha de información. El fantasma de Javier, ese monstruo que había alimentado en su memoria, se había desvanecido, reemplazado por un hombre complejo y, se atrevía a admitir, extrañamente atractivo en su nueva madurez. Estaba tan absorta en sus pensamientos que no vio a la pareja que se había deslizado a su lado hasta que él habló.

—Perdona, no queremos molestar —dijo él, un hombre alto, de sonrisa fácil y ojos amables—. Pero te hemos visto sola y con cara de haber visto un fantasma. Soy Carlos, y ella es mi mujer, Rosa.

Marta parpadeó, volviendo a la realidad. Rosa era despampanante, con una melena oscura y unos ojos negros y brillantes que la escrutaban con una mezcla de curiosidad y calidez.

—Hola, Carlos, Rosa. Encantada. Yo soy Marta —respondió, forzando una sonrisa—. Y sí, algo así. Un fantasma del pasado.

—Esos son los peores —dijo Rosa, su voz era melódica y tenía un toque de picardía—. ¿Necesitas un trago o una distracción? Ofrecemos ambas cosas.

Justo en ese momento, Javier regresó, deteniéndose al ver la nueva compañía. Marta sintió una oleada de pánico irracional.

—Ah, Javier, justo a tiempo. Mira, te presento a Carlos y a Rosa. Carlos, Rosa, este es Javier, mi… amigo.

La palabra «amigo» sonó extraña y a la vez sorprendentemente correcta en sus labios.

—Sois una pareja muy atractiva —dijo Rosa sin tapujos, mirándolos a ambos con una apreciación descarada—. Hacéis un contraste precioso. Seguro que vosotros no tenéis problemas en encontrar lo que busquéis.

Marta se rio, una risa un poco nerviosa.

—Oh, no, no. Gracias por el cumplido, de verdad, pero Javier y yo no somos pareja. Es… una historia muy, muy complicada.

Javier sonrió y, en un gesto que le robó el aliento, la abrazó por la cintura, atrayéndola suavemente hacia su costado. El contacto fue eléctrico, una descarga de calor y memoria que recorrió cada terminación nerviosa de su cuerpo. Se sintió protegida y expuesta al mismo tiempo.

—Verdad, Marta —confirmó él, su aliento cálido cerca de su oreja.

—Javier… ¿y esto? —susurró solo para él, el corazón martilleándole las costillas—. Se me ha parado el corazón por un segundo.

Rosa, ajena al drama silencioso, rio con ganas.

—Pues si nadie pertenece a nadie y solo sois amigos complicados… yo te voy a dar un beso, Javier.

Y, sin más preámbulos, lo hizo. Se empinó y lo besó, un beso dulce, exploratorio y sensual. Marta observó, y lo que sintió no fueron celos, sino una punzada aguda y dolorosa de envidia. Envidia por esa libertad, por esa falta de complicaciones, por la facilidad con la que se entregaban al momento.

Cuando se separaron, Javier se giró hacia ella. Sus ojos oscuros la escrutaron un segundo, y antes de que pudiera procesarlo, sus labios encontraron los suyos. El mundo se detuvo. No fue un beso como los que recordaba, posesivos y exigentes. Fue un beso que preguntaba, que escuchaba, que parecía pedir perdón y permiso al mismo tiempo. La dejó temblando, sin aliento.

Y entonces, la noche se precipitó hacia la locura. Carlos, con una risa cómplice, se acercó a Javier.

—Se ve que eres todo un experto, Javier. A mí también me gustaría probar.

Marta observó, con la boca entreabierta, cómo sus labios se encontraban en un beso corto pero firme. El último vestigio del viejo Javier, el machista homófobo que una vez le dijo que dos hombres besándose era «antinatural», se desintegró ante sus ojos. El universo había dejado de tener sentido. Y a ella no le importaba. Rosa se acercó de nuevo y la besó, y Marta se entregó al torbellino de sensaciones, tres bocas, cuatro cuerpos, una maraña de deseo y sorpresa en mitad del bar. Fue Javier quien rompió el hechizo, su voz ronca y llena de una nueva autoridad.

—¿No crees que estaríamos más cómodos en una habitación?

Nadie se opuso. Javier pidió unas sábanas en la barra y los guio con paso decidido a una de las cabinas privadas. El espacio era reducido, íntimo, dominado por una cama baja. La tensión era casi palpable. Marta observó cómo Javier comenzaba a desnudar a Rosa lentamente, mientras Carlos hacía lo propio con ella. Pero algo en su interior, una voz antigua y herida, protestó.

—Carlos, para un momento… —dijo, su voz más firme de lo que esperaba—. Javier, mírame. Tengo que admitirlo… después de tanto tiempo, me moría de curiosidad por sentir tus manos sobre mí otra vez. Pensé que querrías ser tú quien hiciera esto.

Javier entendió. Dejó a Rosa, que sonreía divertida, y se unió a Carlos. Entre los dos comenzaron a quitarle la ropa con una lentitud exquisita, reverencial. Cada caricia de Javier era una revelación, cada roce de sus dedos una palabra en un lenguaje que nunca antes había hablado. Cuando por fin estuvo desnuda, se sintió más expuesta bajo la mirada de él, cargada de historia, que ante los ojos de los otros dos.

Lo que siguió fue un caos febril y maravilloso. Marta, sintiéndose poderosa, se lanzó sobre Carlos, besándolo con una pasión renovada, mientras Javier se ocupaba de una expectante Rosa, que ya estaba a cuatro patas sobre la cama. Los sonidos llenaron la pequeña habitación: gemidos, risas ahogadas, el roce de la piel. Marta, al ver la entrega con la que Javier embestía a Rosa, sintió una oleada de calor tan intensa que, sin pensarlo, se sentó a horcajadas sobre el miembro erecto de Carlos, que la recibió con un gruñido de placer.

—¡Ah, sí, Carlos! ¡Joder, qué bien! —gritó, la cabeza echada hacia atrás—. ¡Mira, Javier! ¡Mira lo que has provocado! ¡Sigue así, no pares con Rosa!

La imagen de Javier, su rostro tenso por el placer, mirándola mientras se movía sobre otro hombre, fue la chispa que encendió la pólvora. Pero fue cuando él, sin dejar de moverse dentro de Rosa, se inclinó para buscar su boca, cuando todo se vino abajo. El beso fue desesperado, una colisión de sabores y placeres compartidos. Justo cuando sentía la primera oleada del orgasmo subir por su espina dorsal, él le sujetó el rostro.

—Termina tú también —le dijo, su voz ronca—. Quiero verlo de cerca, mirándote a los ojos.

El impacto de su mirada, intensa, devota, la empujó por el precipicio.

—¡No… no puedo! ¡Mirándote… joder, Javier! ¡Ahí… voy a… me… ahhh!

El clímax la sacudió con una violencia que le robó el aliento, un espasmo que la dejó vacía y temblorosa, derrumbada sobre el pecho de Carlos.

Cuando el mundo volvió a enfocarse, estaban los cuatro tumbados en un revoltijo de miembros, agotados y sudorosos. Fue entonces cuando Marta, con una punzada de preocupación, se dio cuenta de algo.

—Javier… ¿estás bien? No has… bueno, no has terminado.

Él solo sonrió, una sonrisa enigmática y tierna.

—No pasa nada, estoy bien. Me siento muy feliz.

Feliz. La palabra no tenía sentido. Sin decir nada más, se deslizó de la cama y se acercó a ella. Apartó suavemente a Carlos, que los miraba con curiosidad, y se tumbó sobre Marta. Y entonces, muy suavemente, comenzó a hacerle el amor. No había brusquedad, ni prisa. Era un movimiento rítmico, hipnótico, centrado únicamente en ella, en su placer. Marta, aunque agotada, sintió con horror y fascinación cómo una nueva ola de placer comenzaba a formarse en su interior, algo que creía físicamente imposible. Rosa y Carlos, tumbados a su lado, observaban en silencio, testigos de aquella extraña e intensa intimidad.

—No… para… Javier… no puedo… —suplicó en un susurro, consciente de la audiencia, lo que añadía una capa de humillante placer a la sensación.

Él la miró de nuevo, con esa intensidad que la desarmaba.

—¡No, Javier, no! ¡No otra vez, por favor! ¡Voy a… ah… Dios!

El segundo orgasmo fue aún más devastador que el primero. La rompió en mil pedazos. Cuando por fin pudo respirar, lo miró con los ojos llenos de lágrimas y confusión.

—¿Quién eres tú, Javier? Porque te juro que no eres el hombre que yo conocí.

—Han cambiado muchas cosas —respondió él, acariciándole el pelo, su voz un murmullo solo para ella, aunque sabía que los otros escuchaban—. Ahora me hace sentir bien que la gente cumpla sus fantasías, especialmente si eres tú quien las cumple.

Las palabras, su tacto, la devoción en su mirada… todo era demasiado. Recordó las veces que él le había exigido sexo anal, una demanda egoísta que ella siempre había rechazado. Y de repente, una idea loca, terrible y liberadora se apoderó de ella. Una necesidad de tomar el control, de reclamar ese último territorio, de reescribir su historia en sus propios términos.

—Basta de hablar. Túmbate —ordenó, su voz temblando con una nueva determinación. Se levantó, ignorando la presencia de Carlos y Rosa, que la miraban con una mezcla de asombro y admiración—. Ahora me toca a mí.

Sin esperar respuesta, lo giró y lo empujó sobre la cama. Se sentó sobre él, dándole la espalda. Tomó su miembro y, sin dudarlo, comenzó a presionar la punta contra su entrada prohibida. Un dolor agudo y punzante la hizo jadear.

—Espera… joder… necesito… escúpeme en la mano, Javier. Mucho.

Él obedeció, asustado.

—¿Estás segura, Marta? Por mí no hace falta…

—Cállate —siseó ella, girando la cabeza para mirarlo—. ¿No te he dicho que te calles? He dicho que voy a hacerlo, y voy a hacerlo. Esto no es por ti, ¿entiendes? Es por mí.

Y de un solo movimiento, se dejó caer. Un grito ahogado escapó de sus labios y una lágrima solitaria rodó por su mejilla, pero no le importó. Lo había conseguido. Estaba dentro.

—Mírame, Javier —dijo, con la voz entrecortada—. ¿Ves esto? Esto es mío. Esto lo decido yo.

Comenzó a moverse, lenta al principio, luego con más fuerza, adueñándose del ritmo, sintiendo el dolor transformarse en una extraña forma de placer. Estaba redefiniendo sus propios límites, cabalgándolo no con sumisión, sino con un poder absoluto, consciente de las miradas de los otros dos, que eran el público de su coronación. Sentía cómo él se tensaba, cómo su propio placer se acumulaba de nuevo, una tercera ola imposible.

—¡Sí, Javier, sí! ¡Ahí! ¡Córrete dentro de mí, lléname! ¡Quiero sentirte explotar! ¡Yo también... yo también... ahhh! ¡Dios!

Lo sintió rendirse dentro de ella en el mismo instante en que su propio cuerpo convulsionaba en un clímax que fue a la vez dolor y éxtasis. Un pequeño chorro de orina se le escapó con la fuerza del espasmo, un detalle vergonzoso y brutalmente real que selló el momento.

Se derrumbó sobre él, sin fuerzas, temblando incontrolablemente. Fue la voz de Rosa la que rompió el silencio cargado de electricidad.

—Hola chicos… —dijo suavemente—. Todo ha sido fantástico, pero no queremos molestar. ¿Os importa que nos intercambiemos los teléfonos?

Marta, incapaz de moverse, solo pudo asentir.

—Claro… dáselo tú, Javier. Yo ahora mismo no puedo ni pensar.

Después de que se fueran, dejando un vacío repentino en la habitación, se quedaron solos. Javier la rodeó con sus brazos, y ella apoyó la cabeza en su pecho, escuchando los latidos tranquilos de su corazón.

—Además, me duele mucho el culo, necesito un descanso —murmuró ella, y una carcajada brotó de ambos, un sonido limpio y liberador en la quietud de la noche.

—Uff… qué dolor más bueno, joder —añadió ella, sonriendo en la oscuridad—. Ha valido la pena cada milímetro. ¿Te das cuenta de la locura que acabamos de hacer?

Javier no respondió con palabras. Solo la abrazó más fuerte, un abrazo que no era de posesión, sino de reconocimiento. Y en ese abrazo, Marta comprendió que el espejo en el que había estado mirando su pasado durante dos años por fin se había roto en mil pedazos. Y el reflejo que le devolvía la mirada ya no era el de una víctima ni el de una vengadora. Era, simplemente, el de una mujer. Compleja. Contradictoria. Libre. Y aterradoramente viva.

Publicado 
Escrito por moniant

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