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Sueños de Marta. Capítulo 2: El Mundo Detrás del Espejo

"Atrapada en anhelos y miedos, un mundo excitante se abre. La traición irrumpe, frustrando su emergente pasión y enfrentándola a la dolorosa realidad. Su alma lucha por la ansiada libertad"

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Pasó una semana. Una semana que se sintió como una vida entera. La madre de Marta recibió el alta, y la rutina de cuidados se trasladó al familiar y reconfortante desorden de su casa. El olor a desinfectante fue reemplazado por el de la sopa de pollo, pero la sensación de estar en un limbo persistía. Javier estaba allí, físicamente presente en el apartamento que compartían, pero emocionalmente a años luz de distancia. Su encuentro en el callejón con Antonio había sido una detonación silenciosa, una que había demolido los cimientos de su vida sin que nadie más lo notara.

No había vuelto a tocar a Javier. Ni siquiera podía mirarlo sin que la imagen de las manos de Antonio en su piel, de sus labios devorando los suyos, se superpusiera a la cara de indiferencia de su novio. Vivían en una tregua gélida, un armisticio no declarado lleno de silencios tensos y preguntas sin formular. Ella sabía que tenía que terminar, pero la idea de la confrontación, de la logística de la ruptura, la paralizaba. Había probado la libertad y ahora el sabor de su jaula era más amargo que nunca.

El miércoles por la tarde, su teléfono vibró. Era un número desconocido.

–¿Marta? Soy Antonio.

Su corazón dio un vuelco. La voz grave y serena la transportó de inmediato a la oscuridad de aquel callejón.

–Antonio… Hola.

–Espero no molestar. Solo llamaba para saber cómo estabas, cómo seguía tu madre.

–Está mucho mejor, gracias. Ya en casa. –contestó, una sonrisa tonta dibujándose en su rostro.

–Me alegro mucho. Escucha, sé que es precipitado, pero Mónica y yo hemos hablado. Nos gustaría mucho invitarte a cenar esta noche. Para celebrar la recuperación de tu madre y… para conocernos mejor. Sin la tensión del hospital.

La invitación la dejó sin aliento. Era real. No había sido un sueño febril.
–Me… me encantaría.

–Genial. En el Restaurante Eloy, ¿lo conoces? Mónica llegará para los postres, está trabajando. Nos vemos allí a las nueve.

–Perfecto, Antonio. A las nueve en el Restaurante Eloy. Nos vemos allí.

Colgó el teléfono con las manos temblorosas. Una cena. Con Antonio. Y con Mónica. La mujer cuyo marido la había hecho sentir más viva en diez minutos que el suyo en cuatro años. El pánico y la excitación luchaban una batalla campal en su estómago. Miró su armario con ojos nuevos. Ya no buscaba algo para pasar desapercibida. Buscaba un arma. Eligió un vestido negro, sencillo pero ceñido, que insinuaba las curvas que Antonio ya conocía tan bien. Mientras se maquillaba, se miró al espejo. La mujer que le devolvía la mirada ya no era la misma. Sus ojos tenían un brillo distinto, un destello de desafío. Esta noche no iba a ser la víctima. Iba a ser la invitada.

Eloy era un restaurante elegante e íntimo, con luces bajas y el suave murmullo de conversaciones y cubiertos. Antonio ya estaba allí, sentado en una mesa para tres en un rincón discreto. Se levantó al verla, y la sonrisa que le dedicó fue tan cálida que disipó la mitad de sus nervios.

–Estás preciosa, Marta.

–Gracias. Tú no estás nada mal para ser un secuestrador de callejones. –bromeó ella, sorprendiéndose de su propia audacia.

La cena fue sorprendentemente fácil. Hablaron de todo y de nada: de cine, de trabajo, de los absurdos de la vida. Marta le contó la extraña situación que vivía con Javier, la sensación de ser una extraña en su propia casa. Antonio la escuchaba con esa calma que la desarmaba, sin juzgar, ofreciendo perspectivas en lugar de soluciones.

–No tienes que decidirlo todo ahora, Marta. A veces, solo necesitas saber que hay otras opciones. Que la puerta está ahí. Cruzarla ya es otro paso.

Justo cuando traían los postres, una mujer se acercó a su mesa. Era alta, con una melena rubia y unos ojos azules que parecían saberlo todo. Se movía con una confianza felina. Era Mónica.

–Siento el retraso. El trabajo es un tirano. –dijo, su voz era melódica y tenía un toque de ironía. Su mirada se posó en Marta, recorriéndola de arriba abajo sin disimulo, pero con una calidez que la desarmó–. Hola Marta, encantada. Eres más guapa de lo que imaginaba.

Marta sintió que se sonrojaba.
–Hola, Mónica. Encantada de conocerte por fin. Es un placer. Antonio me ha hablado mucho de ti, pero no exageraba.

Mónica sonrió y se sentó, colocando una mano sobre la de Antonio en un gesto de familiaridad y posesión que, extrañamente, no incomodó a Marta. Al contrario, la hizo sentir incluida.

–Bueno, Marta. –dijo Mónica tras pedir un café, yendo directa al grano–. Antonio y yo después de cenar queremos ir a un pub liberal, está justo aquí al lado. Nos preguntamos si te gustaría acompañarnos.

La propuesta, aunque esperada, la golpeó con la fuerza de una ola. Miró a Antonio, luego a Mónica. En sus ojos no había presión, solo una invitación abierta. Este era el momento. El umbral.
–Vaya… ¿Un pub liberal? ¿Así, ahora mismo? No os voy a mentir, me impone un poco la idea… Pero… sí. –tomó una respiración profunda–. Sí, quiero ir. Quiero ver cómo es ese mundo del que me hablaste.

La sonrisa de Mónica se ensanchó.
–Sabía que me gustarías.

El pub no se parecía a nada que hubiera imaginado. No era un lugar sórdido ni oscuro, sino un local elegante, decorado con terciopelo rojo y madera oscura. La música era un lounge electrónico, sensual y discreto, que permitía la conversación. El aire estaba cargado de una electricidad palpable, una mezcla de perfume, alcohol y feromonas. Parejas bailaban abrazadas con una intimidad descarada, grupos de hombres y mujeres reían en los sofás, y la gente se tocaba con una naturalidad que a Marta le pareció de otro planeta. Y la miraban. Vaya si la miraban. Sintió docenas de ojos sobre ella, curiosos, apreciativos, hambrientos.

–Han visto que eres nueva y le has llamado la atención. –le susurró Antonio al oído mientras la guiaba hacia la barra–. No tengas miedo, es normal. Si tienes cualquier duda sobre este sitio, sólo tienes que preguntar.

Mónica pidió tres copas.
–La regla principal es el respeto. –explicó, entregándole a Marta su gin-tonic–. Y no mentir. Aquí la honestidad es lo más sexy que hay. Si alguien te interesa, lo dices. Si no, también. Y \"no\" es una frase completa que todo el mundo entiende.

Marta asintió, tratando de asimilarlo todo. Desde su taburete en la barra, observaba. Vio a una mujer de pelo corto y traje de chaqueta acercarse a otra con un vestido plateado. No hubo rodeos, ni frases torpes. La de traje le dijo algo al oído, la de plateado sonrió, y al cabo de un minuto se estaban besando, un beso largo y profundo en mitad del local. Nadie se inmutó. Cerca de la pista, un hombre observaba con una sonrisa de puro orgullo cómo su pareja, una mujer despampanante, bailaba pegada a otro hombre, sus manos recorriendo la espalda de ella. No había celos en su mirada, sino una excitación compartida, un goce vicario.

–¿Te abruma? –le preguntó Mónica, notando su expresión.

–Me… fascina. Es como si todo el mundo aquí hubiera leído un manual de instrucciones sobre el deseo que a mí nunca me dieron.

Antonio sonrió.
–Se me está ocurriendo una cosa. Aquí también se puede ver cómo juegan otras parejas. ¿Tienes curiosidad por verlo?

La pregunta era una nueva puerta, aún más prohibida. Su corazón martilleaba contra sus costillas.
–Vaya… ¿Ver… cómo juegan otras parejas? Es un paso más allá de lo que esperaba, la verdad. Pero… sí. –la curiosidad era un veneno dulce al que ya era adicta–. No te voy a mentir, me da un poco de… vértigo, pero la curiosidad me está matando. ¿Dónde… dónde se puede ver eso?

La guiaron a través de una cortina de terciopelo hasta un pasillo más oscuro. Al final, había una puerta que Antonio abrió, revelando una habitación sumida en la penumbra. Una de las paredes era un gigantesco cristal oscuro. Al otro lado, una suite de hotel lujosamente iluminada.

–Tú puedes verlos, pero ellos a ti no. –explicó Antonio en un susurro.

Y entonces los vio. Una pareja. Estaban desnudos sobre la cama. Se movían con una lentitud hipnótica, explorando sus cuerpos con una devoción que era a la vez tierna y brutalmente erótica. Marta contuvo el aliento. No era porno. Era real. Era íntimo. Sintió un calor que le subía por el cuello hasta las mejillas, una punzada de excitación tan aguda que tuvo que apoyarse en la pared.

Estaba completamente absorta, perdida en la escena, cuando su mirada se desvió hacia otra figura que acababa de entrar en el campo de visión de la suite contigua. Un hombre. Reía mientras se quitaba la camisa. Tenía una chica a su lado, rubia y joven, que le desabrochaba el pantalón con manos expertas. El hombre se giró hacia la luz, y el mundo de Marta se hizo añicos.

No… no puede ser.

El corazón se le congeló en el pecho. El aire se le escapó de los pulmones en un silbido. Era él. Era Javier. Su Javier. El hombre que compartía su cama, sus facturas, su vida. El que nunca tenía tiempo para ella. El que era celoso hasta la paranoia. Estaba allí. En ese templo del hedonismo. Y no estaba solo.

–Dios mío. –fue un susurro roto–. Es… es él. Es Javier. ¿Qué… qué hace él aquí? Con… con otra chica…

Antonio y Mónica se miraron. La expresión de Antonio se endureció.
–¿Nunca te había dicho nada?

–Nunca. Jamás. –la incredulidad dio paso a un tsunami de furia helada–. ¿Cómo… cómo ha podido? Se supone que estábamos juntos. Que… ¡Qué cabrón! Y aquí… en un sitio como este. No me lo puedo creer.

Antonio suspiró, su rostro sombrío.
–Marta… no me gusta lo que voy a decirte, pero Javier lleva mucho tiempo viniendo como chico solo. Dice que no tiene novia y cada vez acaba con alguien diferente. A nosotros nunca nos ha caído bien. Por eso no iba a acompañarte al hospital. Prefería estar aquí.

Cada palabra era un clavo más en el ataúd de su relación. ¿Mucho tiempo? ¿Decía que no tenía novia? La imagen de sí misma, sola en el hospital, preocupada, cuidando de su madre mientras él estaba aquí, de caza, la llenó de una rabia tan pura y tan violenta que la dejó temblando. La tristeza se evaporó, calcinada por la ira. La hipocresía de sus celos, sus mentiras, sus excusas… todo encajaba ahora en un puzzle monstruoso.

–Quiero… quiero ir y reventarle la cara. –siseó, sus puños apretados con tanta fuerza que las uñas se le clavaban en las palmas. Se giró para salir de la habitación, ciega de furia.

Mónica la detuvo, agarrándola suavemente del brazo.
–No. Eso es lo que él esperaría. Una escena. Un drama que le haga quedar a él como la víctima de una loca. No le des esa satisfacción.

–¡Me ha estado engañando, riéndose de mí! –gritó Marta en un susurro desesperado.

–Lo sabemos. –dijo Antonio, su voz era ahora dura como el acero. Se colocó frente a ella, obligándola a mirarle a los ojos–. Y por eso no vas a darle una escena. Le vas a dar una lección.

La miró fijamente, y en sus ojos Marta vio reflejada su propia furia, pero canalizada, afilada como un bisturí.
–¿Y no te gustaría vengarte? Mónica y yo podemos ayudarte. Tenemos un plan para que puedas dejarlo, vengarte por todo lo que te ha hecho y, además, pasar un buen rato. Un muy buen rato.

Publicado 
Escrito por moniant

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