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El Despertar de Marisa

"Una pareja en crisis explora el mundo swinger, donde la mujer vive una experiencia sexual liberadora con otro hombre que reaviva su matrimonio."

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El silencio en casa de Marisa y Fernando se había vuelto denso, casi sólido. Era un silencio que se pegaba a los muebles y enfriaba la cena en los platos. Marisa lo sentía como un sudario sobre su matrimonio. Esa noche, mientras Fernando miraba la televisión sin verla, ella reunió el coraje que había estado acumulando durante semanas.

—Fernando, ¿podemos hablar un momento? —Su voz sonó frágil en la quietud.

Él se giró, la sorpresa dibujada en su rostro cansado.
—Claro, Marisa. ¿Pasa algo?

—Te... te he notado un poco distante últimamente —comenzó ella, retorciéndose las manos en el regazo—. Quiero decir, más de lo normal. ¿Hay algo que te inquiete? ¿O es... es algo conmigo?

Fernando suspiró, un sonido largo y pesado que pareció vaciarlo por dentro.
—Bueno, verás. No sé cómo decírtelo, pero... hace tiempo que no hacemos el amor. Y las veces que lo hacemos... siento que no estás implicada del todo.

La acusación la golpeó, pero no pudo negarla.
—Me siento triste —confesó él, su voz apenas un susurro—. Como si me faltara algo.

—¿Te sientes así? —respondió Marisa, una punzada de dolor y reconocimiento en su pecho—. Fernando... yo... yo también. Siento como si nos faltara algo, o como si yo misma me hubiera estado perdiendo algo durante mucho tiempo.

Fue entonces cuando Fernando le habló de su compañero de trabajo. De una conversación casual que había desembocado en una revelación, una posible solución que sonaba a sacrilegio en los oídos de Marisa.

—Me dijo que ellos se hicieron parejas swinger —soltó Fernando—, y que desde entonces todo es perfecto.

Marisa sintió que el suelo se abría bajo sus pies.
—Swinger... Fernando, por favor. Eso va en contra de todo lo que somos, de nuestros votos.

—¿A ti no te gustaría sentirte deseada por otro hombre? —la retó él, su pregunta como una piedra lanzada a un estanque en calma.

—No me mientas —insistió él, con una suavidad que lo hacía más difícil.

Y Marisa, por primera vez, no lo hizo. Le habló de ese vacío, de esa curiosidad por una intensidad que no conocía, un sentimiento que siempre había etiquetado como inapropiado, como un pecado.

—¿Y si ese no es el deseo de Dios, sino el de los hombres que dicen hablar en su nombre? —argumentó Fernando. Recordó al antiguo cura del pueblo, el Padre Manuel, que predicaba sobre la fidelidad antes de fugarse con una mujer casada. La hipocresía del mundo de los hombres contra la pureza de un deseo honesto.

La lógica de Fernando era un veneno lento y dulce que disolvía las convicciones de Marisa. La idea, antes monstruosa, empezó a adquirir una forma extraña y fascinante en su mente.

—¿Y si lo intentamos? —propuso él—. Poco a poco. Solo por ver qué nos perdemos. Se me ocurre ir a un local liberal, lejos de aquí, nadie nos conoce. Solo para tomar una copa. Te lo prometo.

La promesa fue el ancla a la que Marisa se aferró. El miedo era una bestia rugiendo en su interior, pero el terror a seguir viviendo en ese silencio era aún mayor.
—Está bien —susurró, su voz temblando—. Pero solo una copa. Nada más.

—Esta misma noche —dijo Fernando.

Y el mundo de Marisa comenzó a girar.

---

El viaje en coche fue un purgatorio de tensión. Marisa se había puesto un vestido sencillo, oscuro, pero se sentía como si llevara un letrero de neón. Cada kilómetro que los alejaba de su vida conocida era un paso hacia lo desconocido.

El local, llamado Éter, no era el antro sórdido que había imaginado. Parecía un pub elegante, con música ambiental, luces cálidas y gente conversando en grupos. Parejas normales, riendo, bailando. Quizás algunas mujeres llevaban vestidos más atrevidos, pero todo estaba dentro de una normalidad desconcertante.

—Vaya... —susurró Marisa, sintiendo cómo un nudo en su estómago se aflojaba un poco—. No es... no es lo que esperaba.

Pero había algo en el aire. Una corriente eléctrica, una tensión palpable bajo la superficie de normalidad. La forma en que las miradas se sostenían un segundo más de lo habitual, la manera en que una mano rozaba una espalda al pasar.

Fue entonces cuando un hombre se les acercó. Era alto, con una sonrisa fácil y unos ojos que parecían ver directamente a través de ella. Era Juan.

—Buenas noches —dijo con voz tranquila—. Sois nuevos, ¿verdad?

Marisa se sobresaltó.
—¿Se nota mucho? —preguntó, su voz apenas audible.

—Un poco —rio él—. Os invito a una copa y charlamos. Solo es una copa, mujer —añadió, dirigiéndose a ella—. Aunque no puedo negar que me has gustado desde que habéis entrado. Pero aquí lo importante es el respeto. Solo hablaremos un rato, te lo prometo.

La mención del respeto y la sinceridad del cumplido la desarmaron. Con el consentimiento de Fernando, se sentaron en una mesa apartada. Juan no era invasivo. Habló del ambiente, de cómo la gente buscaba allí no solo sexo, sino conexión, una forma de redescubrirse a sí mismos y a sus parejas.

—¿Te excitaría ver a tu mujer con otro hombre? —preguntó Juan directamente a Fernando, y el mundo de Marisa volvió a detenerse.

—¡Disculpa! —intervino ella, sonrojada—. Esa es una pregunta muy... muy directa.

—Es solo una pregunta, mujer —dijo Juan con calma—. Tu marido ha sido sincero, ahora tú. Responde con sinceridad. ¿Te has imaginado con un hombre mientras tu marido mira y disfruta de lo que ve?

La pregunta era un bisturí que abrió una herida profunda y secreta. Marisa, temblando, confesó. No la fantasía explícita, pero sí la curiosidad, el anhelo de sentirse deseada con una intensidad nueva, la idea de que el placer de Fernando pudiera ser verla a ella disfrutar. Sus palabras salieron atropelladas, una mezcla de vergüenza y una extraña liberación.

Fernando la miró, sus ojos brillando con una emoción que ella no había visto en años.
—Sí —respondió él a la pregunta inicial de Juan—. Lo he pensado. Me encantaría mirar cómo mi mujer hace el amor con otro chico. Pero la decisión —añadió, mirándola—, es de Marisa.

La confesión de Fernando fue la llave que abrió la última cerradura. El permiso explícito, el deseo verbalizado. No era una traición, era una ofrenda.

—Ahora mismo hay habitaciones libres —dijo Juan, su voz suave pero incisiva—. Podemos entrar y solo darnos unos besos. Si alguien se siente incómodo, paramos. ¿Qué me dices, Marisa? ¿Te atreves o te vas a ir con el calentón a casa y las dudas de qué hubiera pasado?

Las dudas. Esa era la palabra clave. La posibilidad de volver a su silencio, ahora cargado con el peso de esa pregunta sin respuesta, era insoportable. Cerró los ojos un instante. Al abrirlos, una nueva Marisa miró a Juan.

—Me atrevo.

---

La habitación era sencilla y elegante. Una cama grande, un sillón de cuero oscuro y una iluminación tenue. Fernando se sentó en el sillón, su expresión una mezcla de ansiedad y una ilusión casi infantil. Su presencia era un ancla y un catalizador.

Juan se acercó a Marisa. No hubo palabras. Él simplemente la tomó del rostro con una delicadeza infinita y la besó. No fue un beso de lujuria, sino de descubrimiento. Lento, profundo, interrogante. Marisa tembló.

—¿Estás temblando, no te gusta? —susurró él contra sus labios.

—No es eso —jadeó ella—. Es... es tan abrumador. Me siento tan viva.

Los besos de Juan descendieron por su cuello. Cada contacto era una pequeña explosión en su piel, un territorio nuevo conquistado. Sus manos encontraron la cremallera de su vestido y la bajaron lentamente. La tela se deslizó por sus hombros y cayó a sus pies, dejándola en ropa interior.

—Dios... Me siento tan expuesta —susurró, su mirada buscando a Fernando en la penumbra. Él estaba inmóvil, sus ojos fijos en ella, su respiración visiblemente agitada. Verlo mirar la llenó de un vértigo embriagador.

Juan se arrodilló. Sus besos trazaron un camino de fuego sobre su abdomen, cada vez más abajo. Cuando sus labios rozaron la fina tela de sus bragas, un gemido se escapó de la garganta de Marisa.

—No... no puedo —susurró, pero su cuerpo decía lo contrario. La humedad que la delataba era una prueba irrefutable de su deseo.

Con un movimiento suave, él le bajó las bragas. El aire fresco en su piel expuesta fue un shock delicioso. Y entonces, la boca de Juan la encontró.

El mundo de Marisa se desintegró. Nunca, en treinta y seis años de vida contenida, había experimentado una sensación así. Era una locura, una tormenta de placer que arrasaba con todas sus defensas. Su mente se vació de culpa y de miedo, dejando solo la sensación pura, cruda, abrumadora. Agarró la cabeza de Juan, apretándola contra ella, su cuerpo arqueándose en un espasmo incontrolable.

—¿De verdad quieres que pare? —preguntó él, su voz ahogada contra su piel.

—¡No! —gritó ella, una palabra que nunca pensó que pronunciaría en un contexto así—. ¡No pares, por favor! ¡Sigue...!

Juan se levantó y la tumbó en la cama, su cuerpo fuerte cubriendo el suyo.
—Dime qué te folle —susurró en su oído, y la vulgaridad de la palabra, en lugar de ofenderla, la encendió como una cerilla.

Miró a Fernando, vio el deseo ardiente en sus ojos, y todas las barreras cayeron.

—¡Fóllame! —suplicó, su voz rota por la necesidad—. ¡Por favor, Fernando está mirando... fóllame!

La primera embestida fue un relámpago que la partió en dos. Un orgasmo la sacudió al instante, un grito ahogado en la garganta mientras su cuerpo se convulsionaba. Era demasiado, demasiado pronto, demasiado intenso. Pero él no se detuvo. Siguió moviéndose dentro de ella, un ritmo constante y poderoso que la llevó más allá de cualquier límite conocido.

Durante veinte minutos que parecieron una eternidad y un segundo, Marisa fue puro sentimiento. El sonido de su propia respiración, los gemidos de Juan, la presencia silenciosa y ardiente de Fernando en el sillón... todo se fundió en una sinfonía de transgresión y liberación. Cuando sintió la segunda ola de placer subir desde lo más profundo de su ser, supo que estaba cambiando para siempre. Su grito se unió al de Juan en un clímax compartido que pareció hacer temblar la habitación.

---

El silencio que siguió fue diferente. No era un silencio vacío, sino uno lleno de ecos, de jadeos y de la resonancia de una experiencia monumental. Juan le dio un pico en los labios y se apartó.

Marisa yacía en la cama, su cuerpo tembloroso y cubierto de un ligero sudor. Se sentía deshecha y, al mismo tiempo, más completa que nunca.

Fernando se levantó del sillón y se acercó a la cama. Se sentó en el borde y le acarició la mejilla con una ternura que la hizo llorar.

—Estás más guapa que nunca —le dijo, su voz ronca de emoción—. Te quiero. Y tengo unas ganas locas de hacerte el amor.

Las palabras de su marido, en ese contexto, fueron la bendición final. Aquello no había sido una traición; había sido un renacimiento.

—Yo también te quiero —respondió ella, su voz quebrada—. Y yo también tengo ganas de ti.

Juan, que les había dado su espacio, habló desde el otro lado de la habitación.
—¿Cómo te sientes ahora, Marisa? ¿Has estado incómoda en algún momento?

Ella lo miró, una sonrisa serena y asombrada en sus labios.
—Me siento... como si hubiera vuelto a nacer, de alguna manera. Como si... como si una parte de mí que siempre estuvo dormida, una parte vital, finalmente se hubiera despertado.

Su voz es más pausada ahora, con una nueva confianza. Se lleva una mano al pecho, como para sentir los latidos de su corazón, que aún resuenan con la adrenalina y la emoción.
—¿Molesta o incómoda? Al principio, sí. Muy incómoda, y muy asustada. Cada paso era... era como cruzar una línea que nunca pensé que cruzaría. Pero... pero la incomodidad se transformó. Se transformó en... en curiosidad, luego en una excitación que me desbordó. Y al final... al final, no. No me sentí incómoda. Me sentí... me sentí poderosa, en cierto modo. Siento... siento que me he descubierto a mí misma de una forma que nunca imaginé. Y eso... eso es increíble.

—Me alegro —dijo Juan—. Pronto verás a Fernando con una persona y tú mirarás. ¿Te gustaría explorar su cara? ¿Observar cada detalle?

La idea, que antes habría sido una pesadilla, ahora era una perspectiva fascinante.
—Sí —respondió ella sin dudar—. Quiero ver su placer. Quiero entenderlo.

Juan sonrió.
—¿Y probarías con una mujer, Marisa?

La pregunta la descolocó, pero solo por un segundo. La curiosidad, ahora despierta y voraz, lo abarcaba todo.
—No lo sé. Pero... sí. Lo consideraría.

El amanecer estaba cerca. Mientras se vestían, una nueva camaradería flotaba entre los tres. Antes de despedirse, Juan les hizo una última propuesta.

—Mañana una amiga y yo iremos a una playa nudista. Me encantaría que vinierais. Así podríamos conocernos mejor los cuatro.

Una playa nudista. A la luz del día. Sin nada que ocultar. El último tabú. Marisa miró a Fernando, que le devolvió una mirada llena de una nueva y brillante esperanza. Luego miró a Juan. El miedo seguía ahí, un pequeño temblor en el fondo de su ser. Pero ahora estaba eclipsado por algo mucho más fuerte: el deseo de vivir.

—Sí —dijo Marisa, su voz firme y clara por primera vez en toda la noche—. Iremos.

Publicado 
Escrito por moniant

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