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Sueños de Marta. Capítulo 1: El Peso del Silencio

"Atrapada en la quietud, su alma anhela lo inexplorado. Un despertar íntimo quemará su pasado, revelando un mundo de deseo y libertad que jamás soñó. Su pulso hallará otra vida."

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El hospital olía a desinfectante y a tristeza. Era un olor aséptico que se adhería a la ropa y a la piel, un recordatorio constante del lugar en el que se encontraba. Marta llevaba horas sentada en una silla de plástico incómoda, escuchando el rítmico y monótono pitido de la máquina que monitorizaba las constantes vitales de su madre. La luz del pasillo se filtraba por la puerta entornada, dibujando un rectángulo pálido en el suelo de linóleo. Su madre dormía, finalmente, con una respiración frágil que a Marta le encogía el corazón.

Estaba sola. Completamente sola. Había llamado a Javier, su novio desde hacía cuatro años, pero la respuesta había sido la de siempre: una excusa vaga, una promesa vacía de pasarse más tarde que sabía que no cumpliría. El resentimiento se acumulaba en su pecho como un veneno lento, una amargura que se sumaba al agotamiento y a la preocupación. Lo quería, o al menos eso se repetía a sí misma como un mantra, pero el hombre del que se había enamorado parecía haberse desvanecido, sustituido por un extraño egoísta e irresponsable. Ella anhelaba pasión, atención, un hombro en el que apoyarse; él le ofrecía indiferencia y excusas.

La necesidad de aire, de nicotina, de cualquier cosa que rompiera la opresiva atmósfera de la habitación, se hizo insoportable. Se levantó con cuidado de no hacer ruido y salió al pasillo, caminando con sigilo hacia la salida de emergencia que daba a una pequeña zona exterior designada para fumadores.

La noche era fresca y el aire olía a asfalto húmedo. Bajo la luz amarillenta de una farola, un hombre estaba de espaldas, con el humo de su cigarrillo ascendiendo en espirales perezosas. Tendría cerca de cincuenta años, calculó. Su pelo era oscuro, salpicado de canas en las sienes, y llevaba una barba bien recortada que le confería un aire de seriedad. No era guapo en el sentido clásico, pero había algo en su postura, una calma y una solidez, que resultaba extrañamente atractivo. Un ancla en mitad de su tormenta personal. Rebuscó en su bolso. Nada. Maldijo en voz baja. El mechero se había quedado en casa. Con un suspiro de resignación, se armó de valor y se acercó a él.

–Disculpa… –su voz sonó más temblorosa de lo que pretendía–. ¿Tienes fuego?

El hombre se giró. Sus ojos eran oscuros y profundos, y la miraron con una intensidad tranquila, sin sorpresa. Asintió levemente y sacó un mechero metálico del bolsillo de su chaqueta. El clic al abrirlo resonó en el silencio de la noche.

–Buenas noches, claro. Toma.

Marta se inclinó para encender su cigarrillo, sintiendo el calor de la llama cerca de su rostro. Sus manos temblaban ligeramente.

–Gracias. Lo necesitaba… ha sido un día largo. –dio una calada profunda, sintiendo cómo el humo llenaba sus pulmones, un alivio químico y efímero.

–Los días en los hospitales siempre son largos. –afirmó él con una voz grave y serena–. ¿Estás aquí acompañando a algún familiar?

–Sí, a mi madre. –contestó ella, agradecida por la normalidad de la conversación–. Y tú, ¿visitas a alguien o trabajas aquí? Por tu aspecto no pareces un médico.

Una leve sonrisa se dibujó en los labios del hombre.
–No, acompaño a mi padre, lleva dos semanas ingresado.

–Vaya, lo siento. Espero que se mejore pronto. Dos semanas… debe ser agotador.

–Gracias. Bueno, un poco, pero es nuestra obligación, ¿no? –hizo una pausa, dándole una calada a su cigarrillo–. Primero cuidamos a nuestros hijos y luego a nuestros padres.

Marta sintió una punzada de amargura ante esas palabras.
–Supongo que sí, que es nuestra obligación. Aunque a veces parece que esa obligación solo la sentimos algunos.

La frase quedó flotando en el aire, cargada de un peso que no pasó desapercibido. Él la miró con renovado interés.
–¿No tienes a nadie que te ayude?

Ella dudó, debatiéndose entre la discreción y la abrumadora necesidad de desahogarse.
–Tengo… bueno, tengo novio. Pero digamos que él no ve esto como una obligación. Ni suya, ni mía, ni de nadie.

La confesión, una vez liberada, la hizo sentir vulnerable. Esperaba una palabra de consuelo vacía, una frase hecha. Pero la respuesta del hombre fue distinta.

–Vaya, qué triste, lo siento mucho. –su tono era genuino, empático–. Oye, si necesitas cualquier cosa, salir un rato a despejarte o comer algo, lo que sea, no dudes en pedírmelo. Ya que estoy cuidando a mi padre no me importa ver si tu madre necesita algo.

Marta se quedó sin palabras. La generosidad de aquel desconocido era un bálsamo inesperado en su herida.
–Vaya… ¿En serio? No sé qué decir. Es… es el ofrecimiento más generoso que me han hecho en mucho tiempo. Pero no podría pedírtelo, de verdad. Tú ya tienes bastante con cuidar de tu padre.

–No es ninguna molestia. –insistió él con calma–. Es la educación que mi mujer y yo queremos darle a nuestros hijos.

Mujer. Hijos. Por supuesto. Un hombre así no podía estar solo. Sintió una punzada de algo parecido a la envidia.
–Vaya… Tu mujer y tus hijos son muy afortunados de tenerte. Qué envidia, de la sana.

La conversación fluyó entonces con una facilidad sorprendente. Hablaron de la soledad, de las relaciones, de las expectativas. Marta, sin saber muy bien cómo, se encontró confesando sus dudas sobre Javier, sobre la falta de pasión y de confianza en su vida. Aquel hombre, cuyo nombre aún no conocía, escuchaba con una atención que ella ya no recordaba, haciendo las preguntas precisas que la llevaban a verbalizar miedos que apenas se había atrevido a pensar.

–Confianza y pasión… –dijo él en un momento dado, resumiendo la esencia de la discusión–. En una pareja no debe haber secretos. Si hay confianza y pasión, el resto viene solo.

–A veces me pregunto si ‘algo mejor’ existe de verdad, o es solo algo que ves en las películas. –confesó ella, apagando la colilla contra la pared.

–En la vida real puedes encontrar cosas mejores que en las películas, –replicó él, su voz teñida de una certeza que la desarmó–. Solo que a veces nos dejamos llevar por el dogma de hacer lo que se espera de nosotros. Una vez abres la mente descubres que el mundo en el que quieres vivir no es el que han preparado para ti desde que eras pequeña. Una vez descubras esto, estarás preparada para encontrar la felicidad.

Sus palabras la golpearon. "El mundo en el que quieres vivir". ¿Cuál era ese mundo? ¿Alguna vez se lo había preguntado? Había seguido un guion, una hoja de ruta escrita por otros: estudios, trabajo, novio estable, el matrimonio y los hijos como siguiente paso lógico. Pero, ¿era eso lo que ella quería?

La conversación se volvió más íntima, más peligrosa. Él le habló de su relación liberal, de separar lo físico de lo emocional, de la confianza absoluta que compartía con su mujer. Marta lo escuchaba fascinada y aterrorizada a partes iguales. Era un concepto tan ajeno a su realidad que parecía sacado de otro universo.

De repente, él la miró fijamente, y la noche pareció cerrarse sobre ellos.
–Te voy a hacer una pregunta. Si te doy un beso ahora mismo, ¿crees que cambiaría algo en tu vida o todo seguiría igual? Piénsalo con calma, solo un beso a una persona que acabas de conocer y luego cada uno por su lado.

El corazón de Marta se detuvo. La pregunta no era una insinuación; era un desafío. Un reto a todo lo que ella creía ser. Su mente se aceleró, buscando una respuesta lógica, segura.
–Un beso… aquí y ahora… y luego cada uno por su lado. –repitió ella, casi en un susurro–. Mi mente lógica me dice que no, que no cambiaría nada. Que mañana tendría que volver a entrar ahí, a cuidar de mi madre, a aguantar a mi novio… que todo seguiría exactamente igual. Pero otra parte de mí… –su voz se quebró–, una parte que no sabía que estaba ahí… me dice que quizá cambiaría todo. Que me recordaría que sigo viva.

Antes de que pudiera añadir algo más, él dio un paso hacia ella, acortando la distancia que los separaba. Su mano se posó suavemente en su mejilla, su pulgar acariciando la piel bajo su ojo. Y entonces, la besó.

Fue un beso dulce al principio, delicado, casi exploratorio. Pero Marta respondió con una urgencia que no sabía que poseía, abriendo sus labios, buscando su lengua con una necesidad desesperada. El beso se profundizó, volviéndose apasionado, hambriento. Era un beso que hablaba de soledad, de anhelo, de años de deseo reprimido. Cuando se separaron, ambos jadeaban.

–Ay, Dios… No… no puedes hacerme esto. –susurró ella, apoyando la frente en el pecho de él.

–¿Qué has sentido? –preguntó él, su voz un murmullo ronco contra su pelo.

–He sentido… que se me paraba el corazón por un segundo. Y luego… que empezaba a latir de una forma que no recordaba. Mierda… ¿por qué has hecho eso?

–Lo necesitabas. Veía en tus ojos que deseabas volver a sentirte viva.

La rabia y el deseo luchaban dentro de ella.
–No sabes nada de mí. No puedes saber lo que necesito. Y ahora… ahora me has besado y… y me ha gustado. Me ha gustado mucho más de lo que debería. ¿Qué se supone que haga yo ahora con esto?

–Puedes seguir haciéndote preguntas o puedes hacer lo que realmente deseas. –su mirada era un fuego–. Que sigamos besándonos.

–No es tan fácil. –protestó ella, aunque su cuerpo la traicionaba–. No puedo… No soy esa clase de chica. Tengo novio, mi madre está ahí dentro… y tú… tú tienes mujer, hijos… Esto está mal. Muy mal. Pero… –levantó la vista, sus ojos encontrando los suyos en la penumbra–. Vuelve a besarme.

El segundo beso fue salvaje, un torbellino de manos y labios. Él la besó en el cuello, en la clavícula, y ella arqueó la espalda, un gemido escapando de su garganta.

–Mmm… Dios… para… alguien podría vernos…

–Aquí nadie nos conoce, pero si estás más tranquila podemos ir detrás de esos arbustos.

La sugerencia era una locura, una imprudencia absoluta.
–¿Detrás de los arbustos? ¿Estás loco? Esto es un hospital… Pero… no podemos seguir aquí. Vamos. Rápido.

Él la tomó de la mano y la guio con decisión hacia un callejón estrecho y oscuro entre dos edificios del complejo hospitalario. El mundo se redujo a la oscuridad, al olor a humedad y a la presencia abrumadora de aquel hombre.

–Vale… vale, aquí está bien. –dijo ella, con la voz entrecortada–. Dios, me tiemblan las piernas. No me puedo creer que esté haciendo esto. ¿Qué me estás haciendo?

–¿Confías en mí?

La pregunta era absurda. Y, sin embargo…
–No te conozco de nada… ¿cómo voy a confiar en ti? Pero sí. Sí, confío. No sé por qué, pero sí.

En la oscuridad, sintió su mano deslizarse por su muslo, por debajo de su vestido, buscando su ropa interior. Contuvo el aliento.

–Ah… joder… ¿Qué esperabas encontrar? –susurró, mitad desafío, mitad rendición. Estaba empapada.

–Me tienes loco. –su voz era un gruñido gutural–. Quiero hacerlo contigo ahora mismo, quiero que nos fundamos en uno.

Toda duda, toda culpa, se evaporó. Solo quedaba un deseo puro y arrollador.
–Yo… yo también. No pienses, solo hazlo. Hazme tuya, aquí mismo. Ahora.

La apoyó contra la pared de ladrillo, fría y rugosa contra su espalda desnuda. Le levantó el vestido, le apartó las bragas con una urgencia que la incendió y, sin más preámbulos, la penetró. Marta gritó, un sonido ahogado contra la boca de él. Fue una embestida cruda, primitiva, una colisión de dos extraños que se habían reconocido en la desesperación. Cada movimiento era una respuesta a años de frustración, cada gemido una sílaba de un lenguaje que había olvidado que hablaba.

–Sí… así… más fuerte… –jadeaba ella, aferrándose a sus hombros–. Joder, no pares… ¡no pares!

Sentía cómo el placer se acumulaba en su vientre, una ola creciente y furiosa. Él la miró a los ojos, su rostro apenas visible en la penumbra.

–Quiero ver cómo terminas, mírame a los ojos.

La intensidad de su mirada fue la estocada final.
–No… no puedo… ah… ¡Ahí! ¡Ahí! ¡Voy a… me… ahhh!

El orgasmo la sacudió con una violencia que le robó el aliento, un espasmo que pareció romper algo dentro de ella para siempre. Se derrumbó contra él, temblando incontrolablemente, mientras él la abrazaba con fuerza, enterrando su rostro en el hueco de su cuello. El silencio volvió a caer sobre ellos, roto solo por sus respiraciones agitadas.

–Dios mío… Dios mío… –susurró ella contra su piel–. ¿Qué… qué acaba de pasar? Abrázame… no me sueltes. Por favor.

Él la abrazó, acariciándole el pelo, esperando a que los temblores remitieran. Cuando por fin pudo formar una frase coherente, la vergüenza y la realidad la golpearon.

–Ni siquiera sé tu nombre…

Él se apartó un poco para mirarla.
–Antonio. Pero eso no es importante. Lo realmente importante es que ya eres libre.

Publicado 
Escrito por moniant

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